Programación sujeta a cambios
No sé si al Infeliz le guste ser infeliz o sólo lo exprese. Puede ser que el seudónimo llevado por tantos años le estuviera destinado para describir al creador de fin de siglo. O quizás sólo le fue propuesto por la vida para dotar a su expresión artística con imágenes del individuo producto del siglo que agoniza aterrado y que refleja su desesperanza con el ceño fruncido, con grandes y desgarradores gritos y convertido en una sola, dolorosa contracción que se niega a hablar del futuro.
En la obra de Gilberto Ortega, el hombre todavía existe y su sufrimiento va más allá del golpe dado a la vida por el odio de Dios que describe Vallejo. El hombre de Gilberto aparece irremediablemente olvidado por Dios y por los otros hombres. Dios no puede odiarlos porque ellos no necesitan que los oiga.
Si gritan es para oírse a ellos mismos. Para llenar de ruido a esas grandes orejas desprendidas, destrozadas, tan parecidas a ellos, a sus ciudades, a sus animales y a sus vidas. Les hubiera gustado ser irreales. Su última esperanza desapareció cuando se dieron cuenta que Gilberto no los creó, cuando descubrieron que el Infeliz del Infeliz los había robado de la realidad más inmediata.
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