M I C R O  R E L A T O 

Yo quería ser Mahler Agregar a Mi Cervantino

 

En nuestro presente, donde Spotify dicta tendencia, Mahler se ha hecho un hueco; es un compositor de hoy, pero nacido en el siglo XIX que nunca escondió sus conflictos emocionales, se reconoció como alguien que no encajaba entre la sociedad, él era como ese amigo que nos dice que no pertenece a ningún lugar. En un siglo más veloz, hiper digital, bélico aún, con sobrecarga informativa llena de titulares violentos, donde la diversidad cultural, sexual e ideológica gana terreno para entendernos mejor y en tiempos donde expresar las emociones ha dejado de ser algo escandalosamente vergonzoso, escuchar la ‘Sinfonía de los mil’ de Mahler nos conecta con alguien que siente como nosotros y nos contagia de su alegre redención.

 

Gustav Mahler (Julio 7 de 1860, Bohemia, Imperio Austriaco – mayo 18 de 1911, Imperio Austrohúngaro)

 

Yo quería ser Gustav Mahler, o no sería nadie. Porque si fuera Mahler, en diez semanas sería inolvidable para el mundo entero. Si fuera él, en cuatro años me abandonaría al capricho de la música y el arte con la recompensa de vivir en la memoria de la humanidad para siempre. Si fuera Mahler tardaría en conocer el olvido. Pero soy yo solamente, tristemente yo. Aquí, de pie en el andén de la estación San Antonio, espero el metro que me llevará al Rosario. Mis audífonos retumban con BTS, mientras pienso en qué le diría a Mahler si lo tuviera cara a cara. Seguramente si yo lo hubiera encontrado aquel día de 1906, en el Festival Mozart de Salzburgo en lugar de su buen amigo Richard Specht, lo hubiera tomado por los hombros sacudiéndolo con la fuerza que mi menudo cuerpo permite y le hubiera metido un calmante en la boca. Le hubiera dicho que va demasiado de prisa, que vive con urgencia y la vida se le escapará enseguida si no detiene de vez en cuando la velocidad a la que crea, dejándonos sin la luz de su música. Lo mandaría a terapia, a controlar sus obsesiones, como hago yo desde la separación de mis padres. Pero seguro él me miraría a través de sus lentes de compositor y respondería que su obsesión es la música, imposible abandonar este regalo que deja a su nación, Austria-Hungría todavía. Excitante y apasionado me haría saber que durante tres semanas ha trabajado en una sinfonía que no se compara con ninguna de sus antiguas obras. Me diría que sus creaciones previas son apenas introducciones a esta, su magnus opus, porque nunca escribió nada parecido, y siente, más que nunca, que se le acaba el tiempo. Yo le preguntaría de qué va este gran trabajo. Él respondería que reunió el himno latino Veni, creator spiritus y el final de la segunda escena de Fausto de Goethe. Él haría una pausa para ver mi sorpresa. Yo le diría que suena abstracto, que suena intenso, romántico, extrovertido, pero sobre todo antiguo. Le diría que se parece a él. Luego se reiría de mi observación, como un Mahler lo haría y como un Mahler sabe hacerlo. Me diría que escribe con fiebre, como si alguien lo empujara. Me contaría de su epifanía cuando un libro antiguo cayó sobre sus manos y al encontrarse con el himno Veni, creator spiritus un relámpago, un flechazo, un golpe abrió sus ojos y todo pudo verlo escrito bajo las pestañas, desde el tema de apertura hasta el primer movimiento. Yo le respondería que tiene a Dios de su lado, y él diría sin perder segundo que ni Dios, ni ninguna figura religiosa es responsable de su obra. Yo, insistente como soy, diría que desearía que Dios me golpeara de vez en cuando. Desearía que lo que haya caído sobre Mahler, cayera sobre mí también y en doble porción, si se puede. Si tuviera la certeza, de que Dios no prueba mi paciencia, oraría y cantaría por recibir al espíritu de la creación. Porque como Mahler, viviría con prisa y ambición. ¡Ah! Ternura de mí, pero para ser Mahler, no hay marca divina que alcance, se requiere trabajo arduo, constante, entrega total al oficio, ser incansable, me digo mientras transbordo en Tacubaya entre este mar de personas a las que les veo el cansancio en la cara y en la prisa por llegar a casa. Es la hora de tomar la última combi a la Primero de mayo, y yo todavía pienso en Mahler. Él, obsesivo como es, me diría que la obra en cuestión requiere a 858 cantantes y 171 instrumentistas, que tiene que aumentar la orquesta a 84 cuerdas, seis arpas, 22 maderas y 17 músicos de metal. Entonces, haciendo la suma monumental de ese talento de artistas en escena, le reclamaría que es vanidad componer con tanto anhelo por sobrevivir al tiempo. Le hablaría de la mortalidad de los artistas y de la condena al abandono del mundo de la que pocos se han salvado. Ahora sé que Mahler respondería que poco le importa el olvido, que es su deber, justamente por haber nacido, y que no hay nadie ni habrá como él debajo del sol. Respondería que es el tormento del artista y el precio está dispuesto a pagar.

Entonces, ¿eso es lo que me diferenciaría de Mahler?, quien por haber nacido artista se atormenta, mientras yo me atormento aún sin arte, ¡tormento al fin! Me consuelo. Le daría una palmada en el hombro, me despediría y bendiciendo su existencia me alejaría hasta darle la espalda. No podría decirle que, en efecto, se le acaba el tiempo, que morirá a los 50, casi un año después de dirigir con su batuta esta obra de la que me ha hablado, su Sinfonía No. 8, la de los “mil”, la que al escuchar nos hace sentir cada parte de nuestro ser. No podría decirle que renunciara al arte a cambio de más años en este mundo, porque este mundo ha necesitado su obra, toda, completa, desde la primera hasta la décima inconclusa, para pensar y sentir la eternidad, la insuficiencia de la humanidad y el renacimiento espiritual. Yo quería ser Gustav Mahler. Porque si fuera Mahler tardaría el olvido en llegar. Pero soy yo solamente, y si yo hubiera estado ahí, en 1906, en el Festival Mozart de Salzburgo, lo hubiera tomado por los hombros, lo hubiera sacudido y le hubiera dicho que se calmara, porque esta obra de la que me ha hablado habrá de ser en el siglo veloz, hiper digital y bélico aún, una alegre salvación.

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El Cervantino tiene entre su programación la obra de Gustav Mahler. La Sinfonía de los mil será interpretada por la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Guanajuato bajo la dirección de Roberto Beltrán–Zavala el domingo 23 de octubre a las 21:00 horas en el Teatro Juárez. Compra tus boletos en las Taquillas del FIC o en Ticketmaster.